En Granada



Se llamaba Nines, cuerpo enjuto, ojos azul claro brillando sobre una piel bronceada, dientes muy blancos, pelo larguísimo y dorado, trenzado en numerosas rastas adornadas con conchas y anillos. Falda larga, jersey ancho, una enorme mochila a la espalda, transportando todas sus pertenencias terrenales.
Me admiró cómo ascendía las empinadas cuestas del Albaycín, camino del mirador de San Nicolás. Piernas fuertes, acostumbradas a caminar por mil caminos.
Llegó a la plaza, se sentó junto al murete, de espaldas a la impresionante vista de la Alhambra enrojecida por el atardecer, como ignorándola, bebiendo su zumo de naranja ácida y fumando un pitillo. En el acto, varios de los habituales de la plaza se le acercaron, se presentaron, preguntaron qué tal. Ella respondía "genial" con una sonrisa deslumbrante.
Apenas media hora estuvo sentada con las piernas cruzadas, bebiendo su zumo, fumando su pitillo. Yo no podía dejar de mirarla, tan cerca. Se alzó con ligereza, recogió sus cosas, se puso la mochila a la espalda nuevamente... se despidió de sus efímeros amigos y reanudó la marcha, continuando con su camino, libre, independiente, en su eterno presente, saludando a cuantos encontraba, sonriendo, perseguida por mi mirada envidiosa.
"Pobre", oí que decía alguien. No, pobre ella no. Pobres nosotros.

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